Nostalgia del filibustero

A estas horas que escribo sigue hablando el senador republicano Ted Cruz, que lleva casi un día entero en el estrado para escenificar su oposición a la reforma sanitaria de Obama y, entre medias, mandar a las niñas para cama porque lo estaban viendo por la tele. «Dad un beso y un abrazo a mamá, lavaos los dientes, rezad vuestra oración, y papá estará ahí pronto para leeros en persona». Es de suponer que las niñas, al observar la resistencia del padre hablando, habrán conciliado rápido el sueño para no aguantarlo sentado en cama con Fortunata y Jacinta.

Esta práctica parlamentaria se conoce como filibusterismo y en Estados Unidos se estila mucho. Un senador llegó a hablar 28 horas seguidas con tanta pasión que es probable que al acabar le presentasen a su hija; el récord sin embargo lo sigue ostentando Cuba, donde Fidel cogió el micrófono en 1959. Filibustero es una palabra que se usaba para llamar a los piratas que hacían la guerra por su cuenta, o sea freelances de los mares canallas como Little Omar, aunque luego se ha ido desplazando el vocablo hasta acabar en la política, como todas las palabras bonitas de significado perverso; no ha perdido con los siglos su sentido original: tocar los cojones.

España ha dado pocos pasos en dirección a espectáculos así, y mira que aquí se tocan. El martes se organizó un buen jaleo porque diputados de la oposición zarandearon su discurso yéndose por las ramas y esquivar el asunto Bárcenas para luego, cuando la presidenta en funciones Villalobos se despistaba, colarlo a caraperro. Fue un filibusterismo light. Seguro que todos tenían el manual aprendido: decirle a una chica qué bonita es la noche y cuánto hay que estudiar mañana para, de repente, echarle la boca y encontrarte con que hace la cobra. Pues así Celia Villalobos, que incluso se animó con las expulsiones. «Nos están echando», anunció Llamazares en Twitter como si estuviese secuestrado en un supermercado utilizando de tapadillo una frecuencia de radio afgana. «Pues sal tú también», le contestaron. «Ya me he ido».

La sesión de ayer la salvó un poco Wert, que es como Onésimo: deslumbrante hasta la intrascendencia. Soraya Rodríguez se había dirigido a él con los melodramatitos habituales, todo hay que decirlo; esta vez no tanto en el tono como en el fondo. Soraya Rodríguez es de las que piden un café como si se fuese a acabar el mundo; vive permanentemente a dos minutos del apocalipsis, con la amenaza detrás de un meteorito, y reclama respuestas mirando una cuenta atrás imaginaria. Cada vez que pide la palabra parece que han puesto una bomba en el edificio y hay que salir en cuanto termine ella de hablar.

La socialista enumeró varios casos personales de gente que tuvo que dejar de estudiar por falta de dinero. Se quejó de que algunos diputados del PP rompieron a reír, porque hay por ahí un foco al que se le menta el poco dinero de la gente y les entra la risa que da en los entierros; claro que para reírse así hay que ser rico o estar vivo, dependiendo del contexto. Wert pidió que se dejase de construir una historia fantaseada de destrucción de la educación pública. «O se hace precisión o se hace literatura, o se calla uno», dijo citando a Ortega y Gasset.

En el Congreso cuando uno no tiene la cita a mano se le mira mal o se le retira la palabra.

– Lleva usted cinco minutos hablando y no ha respaldado su argumento con ningún muerto, señor Rubalcaba.

– Espere, como dijo Amaral…

– Expulsado.

No estuvieron ni él ni Rajoy en la sesión de ayer, algo en lo que se reparó ya a medianoche, con todo el mundo en casa.